Malas pasadas con lo oculto (Marcela Muñoz Molina 1966, Chile)
La
mente me juega malas pasadas con lo oculto. Puertas que se abren como
salvavidas. Baúles que se cierran como secretos. Hombres enfurecidos
por las convicciones, dispuestos a quemarme. Él almuerza solo en
algún restorán del centro. Corro de nuevo sin entender cúal fue mi
equivocación. Yo solo fui, salvaje y libre de acuerdo a mis marcas.
Ese pueblo era demasiado viejo para albergar niños. Ser niño era el
pecado. El placer por el juego. Lo acompañaba a curar sus heridas,
luego le invitaba una cerveza. Puede ser que la explicación no esté
en el pasado, sino en el futuro. Nada tendrían que ver con mi
temprano destierro, los juegos de tacitas rojas de cada navidad, la
eterna pelota de goma, los diminutos lápices de colores. El
rompecabezas de las hadas. Zurcí cada una de sus camisas para cerrar
las heridas de su corazón. El hecho fue en sí, violento. Pero no me
di cuenta, sino hasta treinta años después. Dejé ahí de ser
bonita, mis ojos dejaron de ser verdes, mi cráneo se cerró de
golpe, mi cerebro se volvió sólo para mí. Mi cuerpo se encorvó y
mi sangre se heló. Me volví morada y opaca. Todos los días inventé
una dulzura nueva, era su reconciliación con el sabor y el placer.
Preferí venderme a aquél hombre llegado de dos islas, cada una
perteneciente a una punta del mundo. Aunque nada bueno se pueda
esperar de las islas. Preferí el terror de descubrir los cuchillos
bajo mi almohada que la mirada afilada
de mi madre. Y no me equivoqué. Lo sostuve en mis
brazos como a un niño aterrado, cuando todos estaban ausentes.
Esperaba sentada mirando por la ventana, que apareciera al cruzar la
calle. Apretaba mis siete meses con los brazos, respiraba profundo.
La noche se volvía infinita. Él entraba. Yo no existía. Mi caída
por el espiral no paraba jamás. Curé sus heridas, lavé su pelo con
agua bendita para espantar a los malos espíritus. Cada noche era el
recuerdo del día en que fui desterrada. Nunca más me sentaría en
la mesa de mi padre, nunca más correría a los brazos de mi abuelo.
Nunca más volvería. Nunca más volví. La pequeña y alta ventana
en la vieja pieza de los locos, aún tiene luz. Esperé paciente que
sus mañanas aclararan y sus huesos se volvieran firmes. Después de
caminar muchas noches, alrededor de la mesa del comedor-jaula, toqué
la puerta de una curandera. Tenía los ojos azules y el pelo rubio,
me dijo que yo iba a saber cuando sería el momento. Le creí. Una
noche cualquiera él jugaba desnudo en el living, con alguien sin
rostro. Tomaba su mano en las escaleras mecánicas, él se sostenía
de mí, del aire, del día, para no caer. Nada dije la noche del
descubrimiento. Era mi descubrimiento. Nada sostenía ya esa
historia, ni siquiera el miedo. En mi maleta cabía todo lo necesario
y sobraba espacio. Él se esfumó en el aire, como el humo de un
último cigarrillo. Lavé su ropa cada sábado, una y otra vez, para
recordarle que todo muerto debe ser libre. A partir de ahí,
fui el soldado adiestrado por los días. Mi objetivo era conquistar
cada victoria para mi invencible batallón. Nadie más habita aquí.
Nada más hay, aparte de mi corazón. El tiempo me abandonó, dándome
alivio. Preparé brebajes para aumentar su circulación, la
cicatrización era urgente. Soporté el filo de los cuchillos
siguiéndome por la casa, cada nuevo día. El ruido de la lavadora
ahogaba mis aullidos. El resto del tiempo ella silbaba y barría, yo
lloraba sentada en el suelo del baño. El espiral se hacía cada vez
más eterno. Nunca vi al final, una luz, sólo la olfateaba. Su
cerebro fue recuperando oxígeno, sus pulsaciones se aceleraron,
volvió a sus recuerdos. Más de dos siglos estuve atrapada el
tic-tac tic-tac de la lavadora. Escribía en la oscuridad. Curaba mis
úlceras, cruzaba puertas que parecían salvavidas. Me escondía en
baúles que se cerraban como secretos. Al filo de
la guillotina, lograba escapar. Tenía dos cosas a
mi favor. Mi pintura de guerra y mi libertad. En la medida en que yo
lo sanaba, él me pinchaba el cuerpo con unas agujas oxidadas. Cuando
lograba reunir fuerzas para el vuelo, mi corazón tomaba decisiones
honestas y aterradoras. Equivocaciones, decía el pueblo. Menos mal
que ellos nunca vivieron bajo mi piel, menos mal que el cráneo se me
cerró un día, como la bóveda de un banco. La noche en que se
sacudió la tierra me aferré inútilmente a lo único que no podía
abrir, él se volvió de piedra. Las alas se me quemaron en pleno
vuelo al menos dos veces. Llegué a estar demasiado cerca del sol y
frágil es aquello que ya viene inflamado. Al caer, no caía
como esperaba en la mesa de mi padre. Caía directo a la pupila de
ella, en todo lo extenso de su territorio. Se levantó un día y
limpió el lugar más oscuro y sucio de la casa, sacó escombros,
botó basura, la vida estaba volviendo. Corté los cables uno por
uno, un día antes del amanecer. Fui a un teléfono público y
expliqué que corría por mi vida. Todos los iones cargados del
viento me hacían más y más pesada. Todo el mar se había vuelto
hielo. La falta de amor nunca duele en un lugar desconocido. El
prepara su viaje, busca un casco para esquivar una posible lluvia de
meteoritos, lo escucho andar. Mis intentos poco usuales por huir del
pueblo, despertaron sospechas. Ya no era una niña, pero tenía niñas
y eso hacía más complejo el dictamen de una sentencia. Mi postura
era clara y peligrosa. Eran ellos, grises y secos o ellas, brotes
siderales que me había regalado el viento. Mientras él se prepara
para alcanzar la velocidad de la luz, yo me voy volviendo triste,
aburrida, inútil, opaca.
De
“casi todo se estrelló contra la vida corriente” - 2011
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