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El teléfono nunca más volvió a sonar (Marcela Muñoz Molina, Chile, 1966)

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Estaban tan ocupadas con sus cosas que ni cuenta se dieron cuando comencé a convertirme en tierra de hojas para mis plantas. No sé acuerdan ni del día, menos de la hora. Yo lo tengo clarísimo, a pesar de los años, porque fue el primer día de frío del otoño del 2112. Ellas ya estaban bastante grandes y cada una hacía su vida, aunque pernoctábamos en la misma carpa de gitanos que veníamos armando en diferentes lugares, según la posición del sol y de algunos planetas que nos protegían. Pensé que quizás, ese era el último otoño que pasábamos en la precordillera. Pero no fue así. Al menos yo, me quedé hasta que mis ojos vieron los últimos pedazos de cometas incendiarse al entrar a la atmósfera y pasar sobre nosotros anunciando lluvias que no eran de agua. Desde mi sillón, al lado de mis plantas, ví también pasar los sucesos de sus vidas y guardé silencio porque sus caminos ya no eran los míos. Sabiendo de mis estados de sonambulismo, ausencias asociadas a una epilepsia dudosamente diagnosti