La noche del delineador negro (Marcela Muñoz Molina, Chile)


Debí haber imaginado como sería la historia cuando me pidió que le pintara los ojos con mi lápiz delineador negro. Ya unos días antes, había sido extraña la forma en que se presentó en el bar, como si hubiera caído del techo justo a mi lado izquierdo, cuando yo miraba para otro lado. No cayó del cielo, Eso lo supe después. Sin embargo, lo vi y le dije - Yo a ti te conozco-. El bar tenía nombre de fruta en almíbar. Al día siguiente me regaló un repollo bastante grande que la familia le había enviado en un paquete, junto con una botellas de vino y un casette que nunca escuchó. Caminamos varias horas por una avenida, entre árboles que el viento había doblado. Lloramos, sentados en una plaza, por alguien muerto hace unos meses. Alguien que yo no conocía. La noche del delineador negro, me vestí como para una fiesta. Vestido negro corto, medías caladas con ligas, botas largas del mismo color, los labios rosado fucsia. No hablamos de casi nada. Estábamos preparando un ritual para el que no nos habíamos puesto, en absoluto, de acuerdo. A ratos me dolía el estómago. Subimos al auto, con un frasco de locos, un frasco de mayonesa y una botella de ron. Antes de salir de la ciudad pasamos a una discoteca, ignoro por qué. A la entrada de la disco una de mis medias se soltó y comenzó a caer, él la sostuvo y caminamos un trecho como si fuéramos siameses. Casi todo era oscuridad y ruido. En el primer piso, había un túnel con luces celestes por el que entré sola y en el que perdí el equilibrio. Cuando salí del otro lado, él estaba mirándome con la cabeza inclinada hacía un lado. Sonreía. Yo ya estaba mareada y aún no me había tomado el ron. Salimos de ahí tan misteriosamente como entramos. Entré sólo para cruzar por ese túnel y lo hice sola. El camino que tomamos después, era de tierra. Entre unas nubes lejanas, pero cargadas de agua, a ratos se veía la luna. Todo lo que ví en el camino de ida y vuelta, eran piedras iluminadas por los focos del auto. El silencio era uno. Eran las dos de la mañana. Y era la mitad de la pampa. Llegamos al lugar una hora después. Por ahí andan los pumas cuando el frío llega a las montañas. Por ahí caminaba descalza cuando tenía 7 años. Siempre por ahí. El líquido que conservaban los locos era pegajoso, eso no se me olvida. Y el ron era necesario. Hacia la mitad del frasco de locos y a la mitad de la botella, se acostó en mi pecho y me dijo:

-Creo que lo que en realidad buscas, es salvar a tu padre-.






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