Las marionetas humanas (Marcela Muñoz Molina, Chile)



He comprado una sidra para celebrar. Toda la casa, el patio, la calle, el parque, mi ropa, mi cuerpo, mi pelo huele a humo. Las hojas que cayeron en otoño no fueron recogidas. Los fantasmas no recogen hojas, no limpian los patios, no descuelgan la ropa. Cayeron y allí quedaron. Se pudrieron con las lluvias del invierno, formaron una alfombra café habitadas por los grillos de septiembre. El estallido de la primavera trajo pastos y diminutas flores azules y amarillas. No tenían más de tres milímetros de diámetro. Pequeños puntos azules en medio del verde salvaje a escala. Cualquiera se hubiese dado cuenta que un ser humano no había pasado por allí. Un par de gatos sin hogar y una gata con dueño pero celosa de los territorios, solamente. Las primeras llamas del sol quemaron las hojas y las flores en menos de una semana. El verde se volvió un amarillo desteñido y quebradizo. Los fantasmas no limpian los patios, ni recogen las hojas, ni descuelgan la ropa. Pero las marionetas humanas sí. Deben hacerse cargo de su espacio si algo de sangre les queda. La gran mano naranja hizo parte del trabajo y abrió una burbuja de agua en la mano más pequeña que la guiaba. Había que hacerlo de una vez y cerrar el círculo. Había que hacer una fogata y quemar la historia, comprar una botella de sidra para celebrar. Colgarse plumas en el pelo y en las orejas. Viajar en el humo. Bellos dibujos grises que se abrían y se cerraban, olas que estallaban contra el aire y se disolvían en él, que se iban con el viento. Pequeñas nubes devorando las ventanas de un avión. Había que caminar en círculos alrededor de la fogata para ver si todavía los espíritus acompañan los rituales humanos. Meterse en la caverna de la infancia, con sus olores y movimientos. Había que recordar el tiempo de los abuelos y largas carreras detrás de las mariposas. Había que ver los lagos, el hielo y los bosques primitivos. Había que tomarse toda la botella de sidra y celebrarlo. Ver el sol caer, mientras las ramas de balanceaban con la música, escuchar los grillos despertar y el canto de las aves durmiéndose en todos  los árboles. Había que disolverse en el aire, junto con el pasto muerto y la historia.

Eso, hasta que sonó el timbre y la pequeña generala se hizo presente con el metálico manual de las reglas. Se apagó el fuego, se apagó el sol y se apagó la música. La civilización había llegado y la fiesta había terminado.






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