El don de la velocidad (Marcela Muñoz Molina, Chile)




Yo te amaba desde que éramos niños. Había jugado contigo saltando los viejos maderos del muelle de ese lugar donde no existía el mar. Y jugábamos a hacer carreras con el tren que una vez al día cruzaba nuestra infancia. Algunas veces le ganamos. Bueno, tú le ganabas en realidad, yo siempre llegaba segunda. En esos tiempos, pensaba que la velocidad la tenías en la cabeza y no en las piernas. Que un rayo te golpeó en una tormenta y te había regalado el don. El don de la velocidad. Otras veces, me mirabas fijo. Yo decía sólo una o dos palabras que eran como llaves y tus ojos se volvían de agua. Los limpiabas antes que se desbordaran. Yo arreglaba el cabello que caía sobre tu frente para evitar que cayeras tú también. Eso hacen los buenos amigos. Evitan las caídas y te levantan cuando caes. Le quitan gravedad al asunto, aunque el asunto sea la muerte. Te distraen para que la inocencia no te abandone. Te hacen mirar por la ventana por donde sale el sol. Y te dicen la verdad, cuando la verdad es inminente, para que no te pierdas en el camino de vuelta, porque a nadie le gusta quedarse jugando solo. Tu otra mirada, pasaba sobre mi hombro izquierdo. Era una mirada que buscaba, nunca supe qué. Indagaba entre la gente, en el horizonte. Olfateabas el aire. Quizás buscabas la puerta de la jaula. Tenías esa obsesión silenciosa por hallar una salida. Si me hubieras preguntado, te habría dicho donde estaba, sabía incluso donde estaba la llave, pero pensé que te gustaba jugar a buscar. O tal vez no quería perderte cuando las golondrinas pasaran sobre nuestras cabezas y tú quisieras irte con ellas. Nada sirvió y nada te detuvo. Un día me encontré jugando sola, justo el día que cumplimos 13 años. Después estuve mucho tiempo más, sola. En esos años, no era fácil que los niños lejanos y azules aceptaran  tener amigas imaginarias.







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