Alvaro Ruiz: Poesía, bares y santidad. (Chile, 1953)
He
visto morir de cirrosis a grandes poetas y escritores. Se empinaban
sendas cañas antes del mediodía y miraban en los vidrios catedrales
de las puertas batientes de los bares sombras de personas que
murieron, fantasmas que atravesaban con los pies en puntillas la
distancia que existe entre el inframundo y la realidad.
De
inútiles furores e inmensas alegrías estos poetas pasaban a un
estado de profunda tristeza metafísica, donde los signos leídos en
la borra de los vasos advertía de adversidades y desamores aún
mayores, de inminentes días ahítos de dolor, locura y miseria. La
lista beoda en Chile es larga, larguísima. Son los santos de la
poesía. Todos tenían una aureola violácea, el más profundo, el
más elevado de los colores, la aureola, la circunferencia del vino
tinto.
El
notabilísimo escritor inglés Malcolm Lowry, arcángel y parroquiano
frecuente de cantinas y tugurios durante su residencia y escritura de
Bajo el Volcán en México, muchas veces tambaleante de borracho al
amanecer, se encaminaba al templo de la Virgen de la Soledad, en
Oaxaca, donde fervientemente rezaba a la madre "de los que no
tienen a nadie con ellos", a "la virgen de los
desamparados", rogándole para que hiciera real el mundo de lo
imaginario.
Sin
embargo, la realidad nunca se apiadó de lo imaginario en Chile. Gran
parte de sus poetas murieron de cirrosis, marginados y sin recursos
de ninguna especie.
Es
de mediano conocimiento que a lo largo de la historia de la
literatura chilena, muchos autores han tenido una estrecha relación,
y otras veces una clara adicción, con el alcohol. En esta lista de
notables escritores bebedores se me vienen a la memoria los nombres
de Pedro Antonio González, Alberto Rojas Jiménez, Teófilo Cid,
Eduardo Molina, Carlos de Rokha, Rolando Cárdenas, Martín Cerda y
los hermanos Jorge e Iván Teillier, entre otros. De las escritoras,
María Luisa Bombal, Stella Díaz Varín y Yolanda Lagos (la coneja).
Empecemos
estos brindis, que he llamado de la santidad (por su calidad de
mártires e iluminados), con Pedro Antonio González (Curepto,
1863-1903), talentoso poeta que vivió en las más miserables
buhardillas santiaguinas y que solía beber en bares cercanos al
Cementerio General, entre ellos y como base de operaciones, el
legendario “Quitapenas”. Se casó con una joven alumna a la cual
dejaba encerrada en el cuarto para él libremente salir de parranda,
muchas veces por varios días. Obviamente ella huyó de su lado
uniéndose a un circo pobre que recorría el país. El poeta murió
en la miseria y la soledad, en una cama de caridad del Hospital San
Vicente de Paul, hoy el Hospital Clínico de la Universidad de Chile.
Autor de la escatológica Oda al peo y de Ritmos, único libro que
pudo ver impreso en vida y que constituye una de las primeras
manifestaciones del Modernismo en Chile.
Alberto
Rojas Jiménez (Valparaíso, 1900-1934) después de beber hasta las
últimas consecuencias en un boliche de la calle Esmeralda (Plaza del
Corregidor Zañartu), cercano a la estación Mapocho, y sin dinero
para pagar la cuenta, deja empeñado su abrigo y su chaqueta, para
salir en mangas de camisa a la intemperie de una fría y lluviosa
madrugada a fines de mayo y caminar hasta la Quinta Normal, donde
vivía su hermana, y morir fulminantemente al día siguiente de una
pulmonía. Sabido es que una vez muerto, Pablo Neruda lo vio volando
por el cielo, lo que junto con su iluminada obra es razón suficiente
para incluirlo entre las santidades poéticas de la República de
Chile.
Teófilo
Cid (Temuco, 1914-1964), poeta y periodista, culto y profundo, rara
avis, poeta rebelde, baudeleriano, dandy de la miseria, fundador del
grupo surrealista Mandrágora, maestro y epígono de Jorge Teillier,
a quien recuerdo narrando episodios vividos junto a Cid en el bar Il
Bosco, entre ellos la alucinante historia de cómo agarraba
delicadamente con las yemas de sus dedos a voraces piojos que llevaba
entre sus ropas, a los que perdonaba llamándoles pobrecitos seres,
para acto seguido reacomodarlos en la manga interna de su camisa.
Autor de Bouldroud, colección de relatos oníricos. Abandona el
surrealismo y cierra filas con el creacionismo de Huidobro publicando
Camino del Ñielol, poema largo de mil versos a su tierra natal.
Enrique
Gómez Correa lo recuerda como master de la noche.
Poco
antes de morir como indigente en una cama del Hospital José Joaquín
Aguirre afirma en un poema: “No se puede jugar con nafta sobre el
fuego ni beber de botellas que no acaban nunca”.
Poeta,
mago y santo.
A
Eduardo Molina Ventura (Santiago, 1913-1986) lo conocí personalmente
en las maratónicas reuniones literarias que se llevaron a cabo
durante años en la Unión Chica, bar a estas alturas bastante
conocido por esas mismas hoy legendarias reuniones, generalmente
capitaneadas por el poeta Jorge Teillier, y a la que asistían
regularmente los escritores y poetas Rolando Cárdenas, Enrique
Valdés, Ramón Díaz Eterovic, Carlos Olivarez, Iván Teillier,
Aristóteles España, Ramón Carmona, Juan Guzmán Paredes, Roberto
Araya, el pintor Germán Arestizabal y el infrascrito, también
bebedor, entre otros habitantes del poblado de La Esperanza.
Como
en el Club de Tobi, raramente llegaban mujeres. Se bebía
indiscriminadamente vino tinto y vino blanco, para que adentro peleen
los gatos, sostenía Rolando Cárdenas, en evidente referencia a la
marca gato negro y gato blanco de la viña San Pedro, botellas que
traían en el gollete un gato plástico en esos colores.
Recuerdo
perfectamente una entrevista que me concedió el “Chico” Molina y
que posteriormente fue publicada en el libro Nueva York 11 (Editorial
Galisnost, Stgo, 1987), antología literaria que incluía a todos los
autores de esa chalupa ferozmente dionisíaca llamada Unión Chica,
barcaza que navegaba a punta de zozobras contra la corriente de
aquellos días sedientos y oscuros.
En
esa entrevista el poeta Molina textualmente declara:
“Nací
en Santiago en el mes de septiembre de 1913 en casa de mi padre,
Eduardo Molina Lavín, precursor de la aviación chilena. Hoy la
Facultad de Química de la Universidad de Chile, en Avenida Vicuña
Mackenna.
Estudié
Antropología, Filosofía, Derecho y Psicología.
En
mi ataúd deseo un ejemplar de Monsieur Teste (Paul Valery).
En
mi funeral, música de Robert Schumann. En caso de equivocación a
Carlos Gardel o, por último, al “Guatón” Gustavo Loyola.
Católico
fui, hoy ateo, por la gracia de Dios.
Chile
es un país regio, sin embargo hay muchos feos, con cara de puñete.
París
es la gran ciudad del mundo y de París mismo lo más sobrecogedor es
la morgue, las cloacas y el matadero de “La Villette”.
Molina
tenía fama de mitómano. Conocía París por mapas y por libros como
nadie. Un buen día una millonaria norteamericana sobrecogida por el
conocimiento parisino de Molina y al enterarse posteriormente de que
jamás había estado en París, decidió generosamente pagarle los
pasajes a la ciudad de las luces, alojándose algunos días el poeta
y mago, en las dependencias de la embajada chilena, cuando su amigo
el escritor Jorge Edwards era primer secretario de la legación
diplomática encabezada por el flamante embajador Neruda.
Molina
siempre me dijo que yo era un lobo disfrazado de oveja, con cierta
picardía y generosidad. Que de todos los escritores y poetas
chilenos el mejor de ellos era sin duda el mismísimo Eduardo Molina
Ventura.
También
recuerdo una carta que le escribió de puño y letra a Jorge Teillier
al psiquiátrico El Peral, de la cual fui portador y finalmente
testigo al constatar junto al destinatario que el texto eran puros
signos jeroglíficos y las pocas palabras claras y legibles eran a su
vez absolutamente ininteligibles.
Por
lo demás y con el afán de desmitificar debo confesar que el poema
atribuido a Molina en ese mismo libro Nueva York 11, titulado Los
castillos del juglar, fue enteramente escrito por Jorge Teillier,
Carlos Olivarez y yo, a modo de cadáver exquisito, un mediodía de
rayos de luna (whisky con jugo de manzana) en casa de Teillier, en la
calle San Pascual.
Molina
había fallecido el año anterior en un campamento miserable de la
periferia santiaguina en estado de iluminación. El poeta Eduardo
Anguita declara en su poema Única razón de la Pasión de N.S.J.C. ,
lo siguiente a modo de coro:
…Nuestro
Señor Jesucristo subió al Calvario por el Chico Molina…
Mago,
poeta imaginario y santo mentiroso.
Rolando
Cárdenas (Punta Arenas, 1933-1990) era un poeta profundo e
introspectivo, delicadamente triste y observador, huérfano a
temprana edad, autor de una obra de ricos paisajes patagónicos
prácticamente desconocida por el mundo lector. Obra reunida y
publicada póstumamente por el escritor también magallánico Ramón
Díaz Eterovic.
Recuerdo
un rayado que hizo y que por muchos años permaneció en uno de los
muros del refugio López Velarde de la Sech, decía: ¡Qué te
importa a mí! Poeta metafísico y persona impertérrita era
Cárdenas. En un poema que dedico a su memoria, en Casa de Barro, es
probable que lo describa con mayor precisión:
En
el lento vuelo de la avutarda
En
el lento vuelo de la avutarda Rolando Cárdenas murió
Todas
estas plumas las robé
Nada
de manantiales; sólo aguas estancadas
De
canoa a canoa una señal de estrellas en el corazón
Delgada
la voz como un hilo
Que
cruza y cierra los ojos
El
horizonte es un madero
Los
vasos están trizados y el viento sopla sobre los rostros
Volveremos
a los pastizales
Una
ráfaga atraviesa el cielo
Como
en el espejo las golondrinas
Ya
nadie cantará “Corazón de escarcha”
Sus
amigos también murieron y sólo queda el aire
Meridional.
Rolando
Cárdenas era constructor civil, de baja estatura, nariz aguileña
desviada, ancha sonrisa y bebedor consuetudinario (con suéter
ordinario al decir de Teillier, quien también lo llamaba Imbunche,
por su parecido al adefesio mitológico chilote, y de ser una persona
incapaz de hacer hasta un radié, en directa alusión a su formación
profesional y al absoluto olvido de sus estudios). Amaba a los gatos,
peinaba y vestía pulcramente, era gallo en el horóscopo chino y se
presentaba a diario en la Unión Chica a beber, sorbo a sorbo, hasta
el anochecer. Siempre discutió a muerte con Enrique Valdés, que lo
exasperaba hasta hincharle la vena del cuello. Murió en extrema
pobreza dejando la puerta del departamento entreabierta, sabiendo por
intuición y certeza, que la parca venía por él.
Poeta,
mártir y santo.
A
Stella Díaz Varín (La Serena, 1926-2006) la conocí como la “dipsin
dopsin”, que en su particular lenguaje significaba “evidentemente”.
Todos saben que era más conocida como la colorina, por su ígnea
cabellera de juventud. Bebía fundamentalmente vino blanco, era una
mujer dulce y terrible, agresiva y contestataria, podía fácilmente
llegar a los puños, poseía un temible golpe de derecha, el que pude
ver colocado en más de un mentón. Para quienes la conocieron era
una dulce oveja disfrazada de leona salvaje. Buena conversadora y
excelente cocinera, coqueta, aborrecía a las mujeres superfluas,
especialmente aquellas que no habían aprendido ni a freír un huevo.
Recuerdo que algunos años antes de morir la Municipalidad de La
Serena la declaró Hija Ilustre concediéndole un diploma donde
constaba el hecho, el cual más tarde terminó destruido en un tarro
de basura de la calle Cordovez y ella reclamando airadamente de que
hubiese sido mejor un cheque, algo más acorde con su miserable
realidad económica.
Santa,
poeta y mártir.
Martín
Cerda (Antofagasta, 1930-1991) era un brillante ensayista, elegante y
culto. Escribió La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo. A los
20 años viajó a París matriculándose en la carrera de Filosofía
en la Universidad de La Sorbonne, en una época en que la corriente
intelectual estaba encabezada por los existencialistas Jean Paul
Sartre y Albert Camus. Discípulo del filósofo Gastón Bachelard,
autor de las Poéticas del fuego y Poéticas del espacio.
En
oposición a todos los santos bebedores anteriormente citados, que
eran fundamentalmente bebedores de vinos, Martín Cerda bebía
destilados, especialmente whisky y ron, costumbre esta última
adquirida durante su exilio en Venezuela. Protagonista central de la
novela de Enrique Lafourcade Adiós al Führer.
Recuerdo
sus ojos chispeantes y el señorío de sus gestos, solía vestir de
terno y corbata, y en verano, guayabera. Poseía una aguda ironía a
flor de piel y a las mujeres mayores que llegaban a la Sech les
llamaba las carbono 14, por no saberse con precisión que edad podían
esas reliquias tener.
Jorge
Teillier en una elegía que le dedicó y que lleva el mismo título
que la novela de Lafourcade, nos dice:
Adiós
a quien fuera nuestro secreto Führer / y nos recomendaba abstinencia
botella de whisky en mano, / y con desprecio abandonó su Bunker
frente al cerro / para conquistar Venezuela como sus antepasados.
Santo,
mago y mártir.
Jorge
Teillier (Lautaro, 1935-1996) era un poeta silencioso y solitario,
caminaba en puntillas y compraba el diario todos los días. A decir
de su hermano Iván, desde niño le gustaba la espuma del shop, la
que solicitaba a sus mayores cuando se presentaba la ocasión.
Profesor de Historia, gran lector y poeta, hombre sensible y
profundo.
Lo
conocí en el refugio Ramón López Velarde de la Sociedad de
Escritores de Chile, en el invierno de 1977.
Nació
el 24 de Junio de 1935, cuando en otro suceso moría en un accidente
aéreo en las cercanías de Medellín Carlos Gardel. Jorge Teillier
siempre sostuvo, con cierto orgullo, haber nacido el día en que
murió Gardel.
Admiraba
al loco de Orelie Antoine Primero, aquel aventurero francés que se
hizo proclamar rey por los araucanos mapuches en 1861.
Recuerdo
una carta que me entregó personalmente para que la publicaran los
diarios, donde fustigaba a Cristina Wenke, al escritor Enrique
Lafourcade y al poeta Fernando de la Lastra, a quienes acusaba de
traición e hipocresía a raíz de la trampa que se le tendió cuando
por ellos invitado al bar de la Plaza Mulato Gil de Castro se
encontró que lo esperaban violentos enfermeros del sanatorio El
Peral, que lo redujeron a camisa de fuerza y lo internaron en dicho
hospital público. Guardo la carta como un recuerdo ya que jamás la
hice publicar por considerar que el contenido de ésta atentaba
contra su seguridad inmediata, al fin de cuentas Cristina era su
mujer y Lafourcade y de la Lastra sus amigos pretendiendo que dejase
de beber.
Teillier
era un poeta de pocos amigos y muchos conocidos. La rutina cotidiana
le aburría enormemente. Más de una vez me confesó que bebía para
rehuir esta escalofriante realidad. Parodiando el título de las
memorias de Neruda declaraba “Confieso que he bebido”.
La
“Unión Chica” fue una estricta academia literaria en un mar de
botellas de vino, donde la presencia esporádica de otros autores
mayores, entre ellos, Francisco Coloane, Jorge Edwards, Gonzalo
Rojas, Enrique Lafourcade, Gonzalo Drago y muchos otros, no hacían
sino enriquecer las jornadas, confirmando de paso que las voces del
grupo de escritores que ahí se reunían habían traspasado los muros
del bar, en gran medida muros impuestos por los tiempos salvajes y
los negros días de la dictadura militar. En la “Unión Chica”
había que saber expresarse y también saber defenderse porque en
cualquier minuto uno podía ser blanco de una agresión verbal,
notablemente aumentada por los vaporosos efluvios de un Cabernet
Sauvignon.
Una
tarde Teillier me citó al Bar Baquedano, en la Plaza Italia, en
Santiago. Llegué antes que él, me senté en una mesa desde la cual
observaba los árboles del Parque Bustamante. A los diez o quince
minutos lo vi entrar, venía pálido y preocupado. Hace unos días
había muerto su hermano menor Iván. Se sentó, bebió unos sorbos
de vino y me confesó que algo extraño le ocurría. Que desde hacía
dos días al bar que entraba se le acercaba un extraño, un extraño
distinto cada vez, que le ofrecía un Campari.
A
decir verdad, pensé que era cuento, un hecho real trastocado o que
se hallaba en el umbral de un delirium tremens. A los pocos minutos
un hombre desconocido que solitario bebía en la barra se acercó a
nuestra mesa y derechamente a él le ofreció por su cuenta un
Campari. Yo enmudecí y perplejo ordené otra botella de vino.
Ahora
pienso que su hermano Iván venía a brindar desde un estadio lejano
y abstracto y a susurrarle al oído que morir es mentira.
Teillier
hizo de su vida una renuncia a gananciales. La dedicó a la
observación, de un paisaje u otro, a la observación por sobre todas
las cosas, a la observación de la naturaleza y del hombre, a sus
oficios (a lo Whitman) y a la lectura no solamente de la Poesía sino
también a la lectura de la historia y la geografía. Le interesaba
enormemente la botánica y el esoterismo, donde siempre el misterio
le hacía sonreír.
Admiraba
a Sergei Esenin, a Paul Verlaine, a René Char, a Georg Trakl, a
Heinrich Heine, de cuya obra extrajo un verso para intitular su
primer libro, me refiero a Para ángeles y gorriones, a Lewis
Carroll, a Dylan Thomas, al cubano Eliseo Diego, a Rilke, a Pavese, a
poetas comprometidos con la Poesía, con el Hombre, con la Belleza
(aunque amarga sea ésta.)
En
los últimos diez años de su vida no le interesó viajar. Decía que
un viaje a La Ligua ya era suficiente para él. Lo vi arrojar al
basurero invitaciones y pasajes a Suecia y a la India, no recibir
periodistas, cerrar las puertas, desechar los famosos quince minutos
de gloria a lo cual se refería Andy Warhol, la fama, ese asunto de
vanagloria. El éxito siempre le pareció algo casi vulgar.
Sostenía
que un iluminado de Cabildo, tierra última de él, le había
revelado que poseía un ángel de la guarda andrajoso pero sumamente
poderoso. Subentendiendo el poeta que no debería preocuparse
demasiado de las cosas mundanas, dejaba pasar las horas observando el
detalle de los días, brindando en silencio, hacia adentro, en su
casa lejana perdida en el bosque.
Poeta,
mago y santo.
Nota:
Los restantes poetas bebedores del listado fallecieron en gran medida
de un modo similar, casi todos de cirrosis.
Los
bares se parecen a los cementerios donde crecen los cipreses como
sombras en los vidrios catedrales de las puertas batientes de los
bares.
Alvaro
Ruiz
La
Serena, Enero de 2012.
Comentarios
Vi tu nombre a propósito de un poema que le escribiste a tu padre "Al general Teodoro Ruiz Diez", pero no lo pude abrir para leerlo.
Un abrazo de
Jorge Salvo