El teléfono nunca más volvió a sonar (Marcela Muñoz Molina, Chile, 1966)


Estaban tan ocupadas con sus cosas que ni cuenta se dieron cuando comencé a convertirme en tierra de hojas para mis plantas. No sé acuerdan ni del día, menos de la hora. Yo lo tengo clarísimo, a pesar de los años, porque fue el primer día de frío del otoño del 2112. Ellas ya estaban bastante grandes y cada una hacía su vida, aunque pernoctábamos en la misma carpa de gitanos que veníamos armando en diferentes lugares, según la posición del sol y de algunos planetas que nos protegían. Pensé que quizás, ese era el último otoño que pasábamos en la precordillera. Pero no fue así. Al menos yo, me quedé hasta que mis ojos vieron los últimos pedazos de cometas incendiarse al entrar a la atmósfera y pasar sobre nosotros anunciando lluvias que no eran de agua. Desde mi sillón, al lado de mis plantas, ví también pasar los sucesos de sus vidas y guardé silencio porque sus caminos ya no eran los míos. Sabiendo de mis estados de sonambulismo, ausencias asociadas a una epilepsia dudosamente diagnosticada y a mi costumbre de callarme y observar durante días, decidieron seguir sirviéndome comidas y bebidas, como si estuvieran en México celebrando el día de los muertos. Supongo que esperaban que cualquier día yo estuviese de vuelta. Desde mis huesos cada vez más astillados y desde mis venas quebradizas, las observaba. Casi, casi podían manejarse solas. Cuando sentían necesidad de cariño, se acurrucaban en mi pecho y me hablaban bajito, un poco más allá, las hojas de la ruda tiritaban sin razón y ellas sabían que yo estaba escuchando. Pasaba igual, con las hojas del palo de agua, de la mala madre y otra planta que tenía las hojas en forma de estrellas, pero de la cual nunca supe el nombre. Antes de sentarme en el sillón ese día de frío, pensé en qué las hojas nunca deberían caerse de los árboles y que no era bueno que yo pensara eso mirando por la ventana. Afuera, la gente caminaba con mascarillas que se habían comenzado a distribuir por temor a numerosos virus no identificados, que se habían creado en algunos laboratorios, con la finalidad de reducir el crecimiento de la población mundial. No estaba alcanzando el alimento y menos el agua. Ellas, tres veces por día tomaban esas pastillas que contenían toda clase de vitaminas, ácidos, calcios, potasio, magnesio y betacaroteno entre otras cosas. A eso, había que sumarle suplementos alimenticios que reemplazaban varias comidas del día. La mesa del comedor había perdido totalmente su sentido. Estaba como yo, agazapada en un rincón esperando el nacimiento y la caída de las hojas. Durante los últimos cuatro meses, cosas poco comunes comenzaron a suceder, afectando por sobre todo a los seres más sensibles. La desesperación se apoderó de ellos. Dejaron de comer, dejaron de dormir y hablaban lenguas que desde hace mucho no se practicaban en el planeta. Sus cuerpos comenzaron a enfermar. Había grandes cantidades de ballenas varadas en diversas bahías del mundo y especies como delfines y caballos de mar, se dejaban morir en la mitad de los océanos. Las comunicaciones se habían vuelto muy complicadas desde que la última tormenta solar no fue registrada a tiempo por el satélite que las monitoreaba. Se presentó de sorpresa y quedamos a oscuras durante varias semanas, algunas líneas telefónicas funcionaban, pero muy pocas. La mía quizás, por nuestra ubicación no sufrió desperfectos, pero no tuvimos más señal de televisión ni conexión a la red. Con el tiempo, nos habilitaron un sistema de iluminación que se extendía de nueve a doce de la noche. Para mí, era suficiente. Mis pequeñas alegrías comenzaron a consistir en recurrir a mis viejos libros acumulados y leerlos durante horas, aprender a hacer velas y remedios en base a hierbas que cultivaba en mi terraza. Supe que todo esto sería necesario varios años antes que la tormenta se presentara. Los vendía a precios que mis vecinos pudiesen pagar y si no, los intercambiaba por café o té, bebidas que se habían convertido en un lujo. Pero mi máxima alegría consistía en las llamadas telefónicas que recibía de un amor de mi niñez que reapareció después de cincuenta años. Me llamaba tres o cuatro veces por noche, para contarme historias de veleros, de largas caminatas en los veranos, de caballos que se aparecían en la noche, de alacranes, de trenes que volaban sobre los cerros. Me contaba sobre los diamantes que su abuela guardaba en un cofre, de una casa inmensa con muchos dormitorios, de un piano en el subterráneo, de una gran escalera, de una quinta enorme con muchos árboles, con damascos que él mismo cosechaba, de una cabra que enloqueció por comer una planta secreta, de una gaviota que atrapó en la playa y que terminó conviviendo con las gallinas. Me contaba de su primer día de colegio, con frío y con pantalones cortos, apretando su sándwich en sus manitos chiquititas como si fuera el único bien que lo salvaría de todo. Me hablaba durante horas, de cómo su abuela lo metía en su cama cuando él tenía miedo en la mitad de la noche, como jugaba a escondidas en el laboratorio del colegio a la hora del recreo. Cómo saltaba las olas en los veranos, con sus hijos sentados sobre sus hombros y cómo se cayó al mar una vez, pero nunca perdió la calma, como creció 27 centímetros en un año y nadie entendía nada. Me habló de un abuelo dueño de barcos, que iban y veían de Europa, me hablaba de días llenos de sol y de la pérdida del paraíso. Me contaba sobre los clanes en Escocia y de la vida en las islas, de hombres que peleaban muchas batallas y se negaban a la muerte. Me habló también de algunas cosas tristes, de su madre escapando de noche, en la mitad del campo, con tres niños pequeños y uno por nacer, de cómo descubrió que el amor no se construye, sino que se encuentra y supongo que así mismo se abandona, de hijos que dejaron de ser niños, de dolores y de tristezas viejas y secretas. El me contaba esas historias, mientras el mundo se re acomodaba como podía. Yo era la piedra lunar donde él se reflejaba. El era el ombligo que me comunicaba con una humanidad perdida y con mi propia humanidad. Me colgué cuatro meses de la luz de un amor que no fue antes y que ahora no podía ser, porque no quedaba tiempo. Respiré con un pulmón que no era mío, que ya no lo sería, porque todo perdía sentido como la mesa del comedor y mi esqueleto doblado en un rincón de la carpa. Me saqué por cuatro meses mi traje de lata y fui otra vez la niña que caminaba por los caminos de la prehistoria, cuando la distancia no se medía en lugares, sino en tiempos. Y ese último día, cuando miré por la ventana y me dí cuenta que las hojas estaban cayendo de nuevo, con el crujido de su caída supe que mi teléfono nunca más volvería a sonar. Entonces me senté en el sillón del rincón, al lado de la ruda y del palo de agua y comencé a convertirme en tierra de hojas, en abono para ellas. Queriendo ser una con ellas. Esperando silenciosa la lluvia de asteroides, anunciada luminosamente por los cometas.




                                                                          Laguna Sofía, Patagonia, Chile



     


Comentarios

Pedro Villagra ha dicho que…
Hermoso, profundo y conmovedor el relato. Gracias Marcela!

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